martes, diciembre 01, 2009

MÁS SOBRE HOSPITALES.




Este fin de semana que acabamos de dejar atrás, me lo he pasado metida en una habitación de hospital.

Soy una defensora a ultranza de la sanidad pública, pero eso no quita para que haya situaciones que se escapen a mi entendimiento, como la que os voy a relatar.

La habitación estaba a oscuras y cuando entré, el ambiente me hizo sentir cierta opresión. Estaba ocupada por tres pacientes y cada uno con una enfermedad totalmente diferente. Las cortinas corridas no dejaban entrar ni una pizca de luz, el calor asfixiante, la sensación de que me faltaba el aire no me abandonaba.

Entré, ví el panorama y automáticamente salí al pasillo a respirar. Después, volví a entrar y me armé de valor, me esperaba un largo día por delante.

El enfermo junto a la ventana era joven, pero se iba, y conforme transcurría la tarde me dí cuenta de que esa partida se iba a producir mientras yo estaba allí.

El silencio lo inundaba todo. Eramos nueve personas entre cuatro paredes y parecía que no habia nadie. Respeto absoluto, hasta que sucedió.

De repente, me encontraba consolando a un padre de 81 años que acababa de perder a su hijo, vacía de palabras, sólo con gestos, porque andaba muda. Eran desconocidos para mí, pero allí lloraba hasta el apuntador viendo el dolor de esa madre, tan mayor, con su bastón en la mano y el alma desgarrada.

La mujer, que dejaba en esa cama a su compañero de camino, al padre de sus hijos, no pudo soportarlo y se nos desmayó.

Mi enfermo abandonado. Salí disparada a buscar a alguien que atendiera a la familia. Cortinas corridas para que los demás no vieran, como si no se pudiera sentir.

Cuando la muerte llega a un lugar, se nota, es imposible ocultarla, lo impregna todo. Decía Miguel Delibes que: "Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales". Algo así sucede, uno comprende que no hay mayor soledad que ese momento en el que alguien se enfrenta a la realidad más absoluta. Todo deja de tener importancia. Se entiende todo y nada, pura contradicción. Manos vacías, nos vamos así, tal como venimos, lo que os dije un día, el amor, sólo queda el amor.

Salía, entraba, no sabíamos donde meternos. Mi enfermo sudaba con la tensión descontrolada. Llegó en ese momento la merienda, ironías, justo cuando no había quien pudiera pegar bocado. La vida sigue, sí, pero a veces se atraganta.

Y ante este panorama, terminé enfermando yo, con la jaqueca, resultado de un subidón de nervios ante semejante situación.

Se lo llevaron una hora después.

Vinieron, vacíaron la mesa, la silla, el armarío, corrieron las cortinas, luz, limpieza general, perfume, ventilación y, aquí no ha pasado nada.

Debo decir que el personal no puede ser más humano, ni más amable, ni más profesional, pero tienen lo que tienen, los medios son los que hay, y si mezclan a todos estos pacientes que no tienen nada que ver unos con otros, será porque andan tan saturados que van haciendo milagros para colocarlos. Solo que en casos así, digo yo, que la familia tiene derecho a cierta intimidad al despedirse y los enfermos de al lado a no presenciar situaciones que les enfermen más de lo que están.

2 comentarios:

Marisol dijo...

Toda la razón en el último párrafo.

Lorena dijo...

Marisol: Lo he tenido que releer, pos si!